viernes, 18 de abril de 2008

Al principio fue la Palabra.....después llegó el MAS


“Al principio fue la palabra” Así empieza la Biblia, se trata de una aseveración sin parangones pues a más de dar cuenta de la sustancia creadora del lenguaje, señala, al ser una expresión de Dios, su misión de paz, empero, las leyes de la dialéctica enseñan que todo posee su antítesis, en este caso, a la sentencia divina habría que (metafóricamente hablando) contraponer los discursos del MAS.
En efecto, en la peculiar perspectiva histórica del Poder Ejecutivo y algunos de sus más brillantes acólitos, sólo se atina a concebir la actual coyuntura de la Nación como el escenario de una batalla epocal que se resuelve por la vía de la revancha. Todo el discurso de los más altos funcionarios de Estado, en su versión originaria, esto es, frente a las masas indígenas, es una apología de la venganza, el ajuste de cuentas, la atribución al otro de todos los males de la república, (“el otro” es el que no opina lo mismo), de esta forma, la naturaleza pacificadora del lenguaje cae en la diatriba, el insulto o la amenaza encubierta. La otra forma discursiva del Poder instituido se localiza en doble discurso.
No se puede construir en el intento de dañar, a no ser que la intención no sea más que un ardid en función de objetivos ocultos; de hecho, si algún miembro del gobierno dice que el objetivo de cualquier acción del Estado apunta a favorecer el desarrollo de un sector, se da ya por sobreentendido que de forma premeditada será a costa de otro. Casi la totalidad de los actos estatales, incluida la entrega de cheques venezolanos, se muestra, a través de los discursos oficiales, como actos disociadores, selectivos, de naturaleza revanchista y discriminadora. El lenguaje ha perdido (simbólicamente hablando) la naturaleza pacificadora que da inicio a la Sagrada Escritura: no busca la paz, sino la guerra.
A despecho de los dobles discursos, cada vez que un alto funcionario abre la boca, todos los que conformamos la condición del “otro” sabemos que alguien será amenazado, dañado o desprestigiado, y si este acto no se hace de forma individualizada, con nombre y apellido, recae de forma genérica sobre una difusa categoría social de reciente creación; “los neoliberales”, estrato sociológico que involucra a todos los que no piensan, ni hablan como el gobierno.
Los discursos oficiales no se limitan únicamente a este uso pernicioso, sino que además actúan de manera anárquica y caótica. Los lingüistas saben que el lenguaje ordena el mundo, nos indica las direcciones, las cantidades, los usos, las maneras de hacer las cosas, la forma de hacer saber nuestros sentimientos etc. En la semiología de los funcionarios del gobierno la palabra ha adquirido una dimensión hasta ahora poco estudiada; el discurso tiene la virtud inédita de desordenarlo todo; apenas empieza una alocución oficial, el mundo se pone patas arriba: lo que era bueno ahora es malo, lo que era incluyente ahora es excluyente, el desarrollo no era tal, las exportaciones son malas, los que piensan no piensan (calumnian, desprestigian complotan, pero no piensan), la autonomía es división, las invasiones extranjeras son soberanía, el odio al “neoliberal” es democrático, los bloqueos al parlamento son legítimos y las leyes que se aprueban a las malas son un ejemplo legislativo encomiable.
Ante esto, es bueno recordar que la palabra nunca logró doblegar la historia. Es ilusorio pensar que las millonarias campañas publicitarias, los recurrentes discursos confrontacionales y la mentira hecha política de estado solucionará la crisis que vive el país o remediará el desgaste impensable del MAS en el Poder. La mejor solución está en restituir la misión pacificadora de la palabra y no transformarla en un arma mortal, pero además, suicida.









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