
Mussolini formó el Partido Nacional Fascista de Italia el 23 de marzo de 1919 en la Plaza del Sepulcro en la ciudad de Milán ante la mirada incrédula de unos 80 italianos. Apenas 14 días después, el 5 de abril, un grupo de fascistas tomaban las oficinas de “Avanti” el periódico del partido socialista que él mismo había dirigido no mucho tiempo atrás. La acción dejó un saldo de 30 heridos y 4 periodistas muertos. De este modo el fascismo irrumpió en la historia, “pateando periodistas”.
Aquel frio domingo de marzo se habían dado cita dos precarias fuerzas políticas cuyo grado de influencia era aún nulo: los nacionalistas radicales, algo así como los fundamentalistas étnicos italianos de ésa época, y aquel carismático y apasionado socialista que apenas dos años atrás formaba filas en la cúpula del mayor partido marxista leninista de la península y uno de los más poderoso de Europa de la primera postguerra; el Partido Socialista de Italia. La segunda postguerra, la de 1946 lo encontraría muerto. “Al ver a Mussolini, ex maestro de escuela- bohemio, escritor menor y en épocas anteriores, orador y editor socialista, o al ver Hitler –ex cabo de ejercito y estudiante de artes fracasado- rodeados de sus rufianes encamisados gobernando grandes potencia europeas, muchas personas entendidas concluyeron que “una horda de bárbaros había armado sus carpas dentro de la nación” (Paxton) famosa sentencia que el mismo Mussolini había proferido ante sus secuaces el 3 de enero de 1925.
Para muchos, el fascismo había nacido de una “degeneración moral” de la sociedad italiana, degeneración que se veía como el producto de una progresiva decadencia desde aquel glorioso imperio de Alejandro Magno. Benedetto Croce en cambio, creía que este poderoso fenómeno daba paso a una nueva forma de organización del Poder Político: a la tiranía –decía- a la oligarquía y a la democracia les siguió la “onagocracia” o gobierno de los “asnos zurrantes”. El famoso filósofo diría después que el fascismo sólo fue “un paréntesis” en la historia italiana y lo mismo sucedió luego con el nazismo que había jurado construir un imperio de mil años en la vieja Alemania. Con todo, a despecho de su poder y su terror sólo fueron un paréntesis sangriento y abismal en la historia de la humanidad, una experiencia sin embargo que sumó cerca de 60 millones de muertos.
Stalin cuyo recuerdo trasunta la sangre de millones de campesinos asesinados en nombre de la “justicia” socialista, definió el fascismo como la “dictadura explicita y terrorista de los elementos más reaccionarios, más chauvinistas y más imperialistas del capital financiero”. Por cierto la Italia de Mussolini devorada en ese entonces por la miseria y el desempleo, o la Argentina de Perón ó el Japón de Hirohito estaban bastante lejos de ser potencias del capital financiero. Ex-post quedo claro que la forma que adopta el fascismo en cada país es diferente y muestras configuraciones particulares, de hecho, el fascismo italiano no fue racista a diferencia del nazi que se constituyó en torno a la noción de raza, a más de ello, en todos los casos nace en nombre y “defensa” de la democracia que desprecia. Junto a este desprecio la exaltación del odio y la violencia forman dos de las tres unidades nucleares del Poder fascista; odio (preferentemente racista) violencia en todas sus formas y magnitudes y el líder todopoderoso: He ahí la ecuación base del fascismo.
Resulta hasta cierto punto desconcertante que en torno a esos elementos se reunieron prácticamente todos los estratos de la sociedad en una suerte de obnulación inducida, empero, el carisma, la agresividad y el empuje que cada dictador aprovechó a su manera en el confuso escenario de la desesperanza por la que atravesaban los países europeos inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial explica en parte el fenómeno. Zucotti, una connotada investigadora del fascismo encontró que “cerca de doscientos judíos participaron de la Marcha sobre Roma” en el ascenso triunfal de Mussolini, era casi como un jubiloso suicidio colectivo que apenas a la vuelta de la esquina, con Hitler, se convirtió en la mayor pesadilla de la humanidad: el Holocausto. Lo mismo sucedió con intelectuales, comerciantes, empresarios, curas y jóvenes. Mujeres, niños, adolescentes y ancianos se unían embelesados a los movimientos fascistas en todos los países donde éste echó raíces. Semejante contradicción parece explicarse en la medida en que las dictaduras de este corte gobiernan mediante el empleo y la utilización de las fuerzas más conservadoras de la sociedad. De alguna manera aparentan un espacio de seguridad individual y estabilidad colectiva, además, enarbolan un progreso universal ficticiamente construido.
Si alguien se detiene a observar con una visión histórica de largo alcance los movimientos fascistas en el mundo, encontrará que la mayoría de sus recursos fueron creaciones de las fuerzas mas retrogradas del pasado. La utilización de la prebenda, la compra de conciencias, la organización de grupos de choque y de cuadros violentos y agresivos (los tristemente célebres “camisas pardas” de Mussolini y las juventudes de Hitler por decir algo) forman el ampuloso inventario infaltable del fascismo. Oscura herencia del pasado medieval de la humanidad. Mussolini y en general todos los lideres fascistas hicieron uso intensivo de ellos presentándolos además bajo un discurso anticapitalista y anti burgués que les remozaba la fachada. No eran criminales, eran agentes del cambio, “compañeros revolucionarios”.
La pose revolucionaria del fascismo fue siempre y de forma ineluctable antiimperialista de boca afuera. Otto Wagner lo expresó de manera brillante; “los primeros movimientos fascistas -decía- ostentaban su desprecio por los valores burgueses y por “aquellos que sólo querían apenas ganar dinero, dinero, inmundo dinero” Atacaban el capitalismo internacional y encontraban en él la causa de todos los males de la república. La misma virulencia se orientó luego a los socialistas, los judíos, los gitanos, los homosexuales, los intelectuales independientes y todo aquel que no compartía sus visiones, semejante furor sin embargo era presentado como “la más moderna conquista revolucionaria del pensamiento humano” (Mario Carli, fundador del fascismo italiano) Los fascistas eran ante todo, “revolucionarios”.
Para que esto fuera posible a despecho de la civilización y la razón humana debió instalarse en la historia y la cabeza de los ciudadanos la clara percepción de que todos debían alinearse en un solo y prometedor horizonte. La garantía de sobrevivencia durante el fascismo estribaba en pensar igual, creer en lo mismo, adorar al jefe y alcanzar un nivel de fanatismo tal frente a él, que resultara casi obvio admitir que el líder no sólo era un mesías llamado a salvar el país, sino, además, el mundo: para muestra basta un botón; Adolfo Hitler. Rocco, un pensador fascista de la época (1931) argumentaba de la forma siguiente: “A diferencia del Estado Democrático, el estado fascista no puede consentir que las fuerzas sociales sean abandonadas. El Fascismo ha comprendido que las masas que durante tanto tiempo permanecieron extrañas y hostiles al Estado, debían unirse y encuadrarse en el Estado” Lo que quedaba fuera debía eliminarse.
Querido lector, toda similitud con la realidad es simple y mera casualidad.
Aquel frio domingo de marzo se habían dado cita dos precarias fuerzas políticas cuyo grado de influencia era aún nulo: los nacionalistas radicales, algo así como los fundamentalistas étnicos italianos de ésa época, y aquel carismático y apasionado socialista que apenas dos años atrás formaba filas en la cúpula del mayor partido marxista leninista de la península y uno de los más poderoso de Europa de la primera postguerra; el Partido Socialista de Italia. La segunda postguerra, la de 1946 lo encontraría muerto. “Al ver a Mussolini, ex maestro de escuela- bohemio, escritor menor y en épocas anteriores, orador y editor socialista, o al ver Hitler –ex cabo de ejercito y estudiante de artes fracasado- rodeados de sus rufianes encamisados gobernando grandes potencia europeas, muchas personas entendidas concluyeron que “una horda de bárbaros había armado sus carpas dentro de la nación” (Paxton) famosa sentencia que el mismo Mussolini había proferido ante sus secuaces el 3 de enero de 1925.
Para muchos, el fascismo había nacido de una “degeneración moral” de la sociedad italiana, degeneración que se veía como el producto de una progresiva decadencia desde aquel glorioso imperio de Alejandro Magno. Benedetto Croce en cambio, creía que este poderoso fenómeno daba paso a una nueva forma de organización del Poder Político: a la tiranía –decía- a la oligarquía y a la democracia les siguió la “onagocracia” o gobierno de los “asnos zurrantes”. El famoso filósofo diría después que el fascismo sólo fue “un paréntesis” en la historia italiana y lo mismo sucedió luego con el nazismo que había jurado construir un imperio de mil años en la vieja Alemania. Con todo, a despecho de su poder y su terror sólo fueron un paréntesis sangriento y abismal en la historia de la humanidad, una experiencia sin embargo que sumó cerca de 60 millones de muertos.
Stalin cuyo recuerdo trasunta la sangre de millones de campesinos asesinados en nombre de la “justicia” socialista, definió el fascismo como la “dictadura explicita y terrorista de los elementos más reaccionarios, más chauvinistas y más imperialistas del capital financiero”. Por cierto la Italia de Mussolini devorada en ese entonces por la miseria y el desempleo, o la Argentina de Perón ó el Japón de Hirohito estaban bastante lejos de ser potencias del capital financiero. Ex-post quedo claro que la forma que adopta el fascismo en cada país es diferente y muestras configuraciones particulares, de hecho, el fascismo italiano no fue racista a diferencia del nazi que se constituyó en torno a la noción de raza, a más de ello, en todos los casos nace en nombre y “defensa” de la democracia que desprecia. Junto a este desprecio la exaltación del odio y la violencia forman dos de las tres unidades nucleares del Poder fascista; odio (preferentemente racista) violencia en todas sus formas y magnitudes y el líder todopoderoso: He ahí la ecuación base del fascismo.
Resulta hasta cierto punto desconcertante que en torno a esos elementos se reunieron prácticamente todos los estratos de la sociedad en una suerte de obnulación inducida, empero, el carisma, la agresividad y el empuje que cada dictador aprovechó a su manera en el confuso escenario de la desesperanza por la que atravesaban los países europeos inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial explica en parte el fenómeno. Zucotti, una connotada investigadora del fascismo encontró que “cerca de doscientos judíos participaron de la Marcha sobre Roma” en el ascenso triunfal de Mussolini, era casi como un jubiloso suicidio colectivo que apenas a la vuelta de la esquina, con Hitler, se convirtió en la mayor pesadilla de la humanidad: el Holocausto. Lo mismo sucedió con intelectuales, comerciantes, empresarios, curas y jóvenes. Mujeres, niños, adolescentes y ancianos se unían embelesados a los movimientos fascistas en todos los países donde éste echó raíces. Semejante contradicción parece explicarse en la medida en que las dictaduras de este corte gobiernan mediante el empleo y la utilización de las fuerzas más conservadoras de la sociedad. De alguna manera aparentan un espacio de seguridad individual y estabilidad colectiva, además, enarbolan un progreso universal ficticiamente construido.
Si alguien se detiene a observar con una visión histórica de largo alcance los movimientos fascistas en el mundo, encontrará que la mayoría de sus recursos fueron creaciones de las fuerzas mas retrogradas del pasado. La utilización de la prebenda, la compra de conciencias, la organización de grupos de choque y de cuadros violentos y agresivos (los tristemente célebres “camisas pardas” de Mussolini y las juventudes de Hitler por decir algo) forman el ampuloso inventario infaltable del fascismo. Oscura herencia del pasado medieval de la humanidad. Mussolini y en general todos los lideres fascistas hicieron uso intensivo de ellos presentándolos además bajo un discurso anticapitalista y anti burgués que les remozaba la fachada. No eran criminales, eran agentes del cambio, “compañeros revolucionarios”.
La pose revolucionaria del fascismo fue siempre y de forma ineluctable antiimperialista de boca afuera. Otto Wagner lo expresó de manera brillante; “los primeros movimientos fascistas -decía- ostentaban su desprecio por los valores burgueses y por “aquellos que sólo querían apenas ganar dinero, dinero, inmundo dinero” Atacaban el capitalismo internacional y encontraban en él la causa de todos los males de la república. La misma virulencia se orientó luego a los socialistas, los judíos, los gitanos, los homosexuales, los intelectuales independientes y todo aquel que no compartía sus visiones, semejante furor sin embargo era presentado como “la más moderna conquista revolucionaria del pensamiento humano” (Mario Carli, fundador del fascismo italiano) Los fascistas eran ante todo, “revolucionarios”.
Para que esto fuera posible a despecho de la civilización y la razón humana debió instalarse en la historia y la cabeza de los ciudadanos la clara percepción de que todos debían alinearse en un solo y prometedor horizonte. La garantía de sobrevivencia durante el fascismo estribaba en pensar igual, creer en lo mismo, adorar al jefe y alcanzar un nivel de fanatismo tal frente a él, que resultara casi obvio admitir que el líder no sólo era un mesías llamado a salvar el país, sino, además, el mundo: para muestra basta un botón; Adolfo Hitler. Rocco, un pensador fascista de la época (1931) argumentaba de la forma siguiente: “A diferencia del Estado Democrático, el estado fascista no puede consentir que las fuerzas sociales sean abandonadas. El Fascismo ha comprendido que las masas que durante tanto tiempo permanecieron extrañas y hostiles al Estado, debían unirse y encuadrarse en el Estado” Lo que quedaba fuera debía eliminarse.
Querido lector, toda similitud con la realidad es simple y mera casualidad.


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