
Los confinamientos se definen como una acción política definida como el “Encierro de una persona o animal en un sitio limitado o cerrado” o la “Pena consistente en enviar al condenado a cierto lugar seguro para que viva desterrado allí en libertad, aunque vigilado por las autoridades”
Los confinamientos fueron moneda corriente en todos los regímenes de facto, y de uso limitado en regímenes democráticos. Se trataba en esos regímenes de una medida extrema dado que, más allá de su legitimidad, (dudosa o no) la sociedad boliviana los recuerda como aquellos fatídicos mecanismos que encubrían las oscuras intenciones de gobiernos empeñados en doblegar la vocación democrática y el apego a la libertad de la sociedad boliviana. Las imágenes de envalentonados militares haciendo gala de su soberbia y despotismo forman la escenografía de este tipo de medidas que terminan dejando al descubierto las intenciones finales de un régimen, empero, la sabiduría popular encontró la definición correcta: “terrorismo de Estado”.
La historia ha mostrado que la intencionalidad final de estos procedimientos apunta al control de la sociedad por el miedo. El episodio paradigmático de los confinamientos lo encontramos entre el 9 y 10 noviembre de 1938 cuando las fuerzas represivas del régimen nazi en Alemania deciden confinar cerca de 35 mil judíos (en una sola noche) después de apedrear sus negocios, asaltarlos, quemar sus casas y avasallar sus villorios. La “Noche de los Cristales Rotos” instala en la historia contemporánea la tristemente celebre figura del “confinado” y el “campo de concentración” en su acepción moderna, de ahí que, en adelante, tras cada confinamiento el terror sacudiría hasta los mas profundos filones de la sensibilidad humana. Este es el contexto que la memoria colectiva -ya en los campos de concentración nazis, ya en los cuarteles utilizados por las dictaduras militares en América- Latina diseñan y refieren la imagen de “el confinado”.
Aunque se trata de un recurso consagrado por las Leyes, esto no ha logrado borrar del imaginario colectivo la impronta dictatorial que lo acompaña, seguramente porque siempre se echo mano de él para someter la voluntad de los ciudadanos, y si a esto le sumamos la forma violenta en que regularmente se lo aplica queda clara no solo su eficiencia (véase Cobija hoy) sino, además, su naturaleza despótica. En realidad es intrascendente el argumento, político o jurídico que lo promueva, en la cruda realidad de las luchas por el Poder, ha probado ser un mecanismo más que suficientemente efectivo tanto para las derechas como para las izquierdas. En el único hábitat en que no pierde su naturaleza jurídica es en el ámbito de la democracia, fuera de ella, por andas o mangas se trata de un acto intimidatorio, infame, que solo busca dejar en los ciudadanos el sabor del escarmiento. Es bueno notar que los que se presume cometieron delitos, no necesitan confinamientos, necesitan ejercer su derecho al “debido proceso” y si resultan culpables que caiga sobre ellos todo el rigor de Ley. Los confinados no gozan de ese privilegio, por eso encarnan el dolor producto del abuso de Poder y el uso social del miedo.
Los confinamientos fueron moneda corriente en todos los regímenes de facto, y de uso limitado en regímenes democráticos. Se trataba en esos regímenes de una medida extrema dado que, más allá de su legitimidad, (dudosa o no) la sociedad boliviana los recuerda como aquellos fatídicos mecanismos que encubrían las oscuras intenciones de gobiernos empeñados en doblegar la vocación democrática y el apego a la libertad de la sociedad boliviana. Las imágenes de envalentonados militares haciendo gala de su soberbia y despotismo forman la escenografía de este tipo de medidas que terminan dejando al descubierto las intenciones finales de un régimen, empero, la sabiduría popular encontró la definición correcta: “terrorismo de Estado”.
La historia ha mostrado que la intencionalidad final de estos procedimientos apunta al control de la sociedad por el miedo. El episodio paradigmático de los confinamientos lo encontramos entre el 9 y 10 noviembre de 1938 cuando las fuerzas represivas del régimen nazi en Alemania deciden confinar cerca de 35 mil judíos (en una sola noche) después de apedrear sus negocios, asaltarlos, quemar sus casas y avasallar sus villorios. La “Noche de los Cristales Rotos” instala en la historia contemporánea la tristemente celebre figura del “confinado” y el “campo de concentración” en su acepción moderna, de ahí que, en adelante, tras cada confinamiento el terror sacudiría hasta los mas profundos filones de la sensibilidad humana. Este es el contexto que la memoria colectiva -ya en los campos de concentración nazis, ya en los cuarteles utilizados por las dictaduras militares en América- Latina diseñan y refieren la imagen de “el confinado”.
Aunque se trata de un recurso consagrado por las Leyes, esto no ha logrado borrar del imaginario colectivo la impronta dictatorial que lo acompaña, seguramente porque siempre se echo mano de él para someter la voluntad de los ciudadanos, y si a esto le sumamos la forma violenta en que regularmente se lo aplica queda clara no solo su eficiencia (véase Cobija hoy) sino, además, su naturaleza despótica. En realidad es intrascendente el argumento, político o jurídico que lo promueva, en la cruda realidad de las luchas por el Poder, ha probado ser un mecanismo más que suficientemente efectivo tanto para las derechas como para las izquierdas. En el único hábitat en que no pierde su naturaleza jurídica es en el ámbito de la democracia, fuera de ella, por andas o mangas se trata de un acto intimidatorio, infame, que solo busca dejar en los ciudadanos el sabor del escarmiento. Es bueno notar que los que se presume cometieron delitos, no necesitan confinamientos, necesitan ejercer su derecho al “debido proceso” y si resultan culpables que caiga sobre ellos todo el rigor de Ley. Los confinados no gozan de ese privilegio, por eso encarnan el dolor producto del abuso de Poder y el uso social del miedo.


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